LA CONTROVERSIA DE VALLADOLID.

 
No cabe duda de que una cuarentena posibilita reflexionar
sobre muchos asuntos que se hacen productivos y que evita
caer en el riesgoso pozo del vacío y la desesperación.
En mi caso, la lectura del undécimo libro de Boris Cyrulnik
que he leído, “Escribí soles de noche” me ha hecho pensar en
uno de sus capítulos sobre el tema de la tendencia del ser
humano a generar racionalizaciones de tono a veces científico
o filosófico para justificar las prácticas más ignominiosas,
como la esclavitud, los genocidios o la explotación y matanza
de animales con fines de consumo y económicos.
En un convento de Valladolid –comenta Cyrulnik- se
reunieron para generar un debate el filósofo Juan Ginés de
Sepúlveda que se enfrentaba al domínico Fray Bartolomé de
las Casas.
El primero defendía la idea de que los indígenas del nuevo
mundo no eran criaturas de Dios, mientras que el dominico
admiraba su dulzura y su inteligencia, lo que para él les
confería un estatus de humanidad a todos los efectos.
En ese debate se hicieron varios experimentos con indígenas
que habían traído como esclavos a España; delante de ellos,
por ejemplo, se rompieron estatuas de ídolos que los
indígenas veneran. Éstos se indignaron muchísimo, lo que
permitió a Sepúlveda afirmar –dice Cyrulnik- que ellos
adoraban a ídolos y no al Dios verdadero.
También trajeron a unos bufones para ver si eran capaces de
reír pero aquéllos ni se inmutaron, dado que eran chistes tan
lejanos a sus códigos culturales que no lograran comprender.
Pero Sepúlveda aprovechó para decir que dado que no
conocían la risa, algo tan característico de la condición

humana, confirmaba otra vez que éstos no eran de nuestra
especie.
Por fortuna, un prelado, al intentar impedir una riña tropezó y
cayó al suelo; los indígenas estallaron en carcajadas,
demostrando así que sí eran seres humanos.
Con los animales, nuestra especie utiliza los mismos
mecanismos que permitían a Sepúlveda justificar las prácticas
más atroces con los indígenas americanos conquistados.
El ya imparable movimiento animalista-antiespecista nos
demuestra cada día, sobre todo en la vida de los animales que
viven en los santuarios, que éstos son capaces de dulzura, de
inteligencia, de capacidad comunicativa entre ellos y con
nosotros, de dolor, de miedo y de conciencia de la muerte, y si
los logramos observar no en jaulas ni en laboratorios ni en
circos ni en zoológicos, sino en su entorno natural, nos
sorprendería ver que sus cerebros son capaces de artesanía,
que fabrican herramientas, organizan sociedades en las que
los individuos ayudan, resuelven sus conflictos, tejen vínculos
educativos y afectivos.
Que bueno sería que se diera el milagro de que aquéllos que
quieren justificar su explotación y tortura, ya sea para
diversiones sádicas revestidas de tradiciones culturales o
para usarlos como productos industriales, tuvieran la
oportunidad de ver cómo cualquiera de ellos si nos
observaran tropezar y caer al suelo de manera ridícula a uno
de nosotros, esbozaría una gran carcajada complaciente y
entonces comprenderían que también ellos son seres
sintientes y nuestros compañeros en igualdad en este Planeta.

 

 Roberto Longhi Tartaglia.

 

Ilustración: Keoni VGN


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