INÚTIL SACRIFICIO.

 


Aún no rompió el sol en el horizonte cuando se escuchan los primeros cantos de los expoliadores
del monte, en las últimas penumbras de la madrugada quiebran la paz y el equilibrio de los ecosistemas.
Corriendo va una joven zorra por el monte, entre el matorral, se adentra en el bosque. Salta por encima
de piedras, vadea ríos... Todo con tal de huir del latir de las bestias que la persiguen.


Pero esta joven zorra aún no ha tenido tiempo de comprender, de aprender, que esta partida en la que se
juega la vida no se juega así, es algo mucho más sádico y cruel. No son los canes, ellos son solo piezas en el tablero en el que han convertido su monte, su territorio. La verdadera amenaza son los cazadores.
Estos, con sus letales escopetas, en silencio, quietos, ocultos entre las lindes de los caminos y los claros
esperan acechantes, anhelando verter sangre caliente a los pies de los inocentes pinos que los cobijan.
Ellos no corren entre el bosque, no rebasan piedras, ni salvan los cauces de agua. Ellos no se agotan
huyendo ni persiguiendo, jugando al juego del gato y el ratón, pero aun así lo llaman deporte. 

Segregarán adrenalina si, pero no será por el esfuerzo, ni por el cansancio, sino por el retorcido placer de la munición del cartucho atravesando a quemarropa primero el pelaje, luego la piel luego los músculos hasta llegar a las vísceras y los huesos. 

Con la victoria embriagándolos cuando la sangre brote caliente por las heridas vivas, por la boca, por el hocico... La sangre de la joven y condenada zorra que en el primer otoño de
vida no podía saber aún, que el peligro no eran los ladridos sino que estaba esperándolo a cada paso, en
cada vuelta, tras cada carrera y cada salto.


Si bien su esperanza estaba en el azar y en la habitual embriaguez e inutilidad que, por fortuna,
caracteriza al gremio de sus asesinos.

Chris Camesella

 


 

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